martes, febrero 19, 2008

Napoleón y la maldición de la Esfinge

La relación mas inquietante entre Napoleón Bonaparte y la magia es, sin duda, su experiencia con la Esfinge, exactamente con la celebre maldición de la Esfinge, de la que fue victima no sólo el emperador, puesto que la maldición se extendió hasta alcanzar a todos sus descendientes, quienes tuvieron todos el mismo misterioso destino.

El que profana la Esfinge, la gran guardiana del templo, está destinado a sufrir personalmente y transmitir a sus propios descendientes, una maldición que preve una grave enfermedad desde la infancia y la muerte lejos de la patria, en cautiverio.

De la Esfinge se sabe poco. La famosa estatua ya estaba enterrada en el desierto seguramente mil cuatrocientos años antes de la llegada de Cristo y fue colocada como guardiana de tres pirámides sepulcrales de tres grandes faraones; al menos esto es lo que se aprende leyendo la tabla grabada en el mismo monumento. Sin embargo, es probable que como símbolo de protección a los muertos haya sido levantado muchos siglos antes.


Misterios del Antiquisimo Monumento

La Esfinge ha sido definida “madre del terror” por los escritores árabes. Plinio habló de ella como una divinidad sobre la que existe un “encantamiento de silencio”. El escritor árabe Abd-al-Latif afirma, como otros, que del misterio de la Esfinge no hay que hablar, porque de ello parte el terror.

Plutarco, que fue a contemplar el monumento del desierto, admitió no haber logrado penetrar en su gran misterio, que, sin embargo, percibía, por lo que afirmó que en la Esfinge está el secreto el conocimiento.

La Esfinge tenía, y parece que todavía los tiene en secreto, a sus sacerdotes y sus guardianes, llamados también guardianes de la muerte y la verdad. Con estos sabios, que estaban en posesión de mágicos poderes mas adelante perdidos, se encontraron grandes personajes, como Solón, Tales, Eudoxo, Licurgo y propio Pitagoras.


Según la tradición, la Esfinge tenía también el poder de hablar, así como de comunicarse, y todo lo que ella decía era transcrito sobre papiros por los sacerdotes secretos y transmitido al faraón, quien sacaba de ello inspiración para las leyes. Uno de los más poderosos faraones, Tutmosis IV, debe su nombramiento precisamente a la Esfinge.

Como hemos dicho, cerca de 1,400 años antes de Cristo, el monumento de piedra estaba sepultado por la arena del desierto. En aquel lugar, de regreso de una cacería, se detuvo a descansar, lejos de sus compañeros, un joven príncipe. Atraído por el lugar, el joven ofreció flores al dios Horus, quien se le apareció y le pidió que hiciera desenterrar la Esfinge de las arenas. A cambio de ello, la madre del terror lo convertiría en faraón. Aunque la cosa era imposible, al no tener el joven ninguna posibilidad de acceder al trono, obedeció y sacó el monumento de su prisión de arena.

Contrariamente a toda la ley dinástica y gracias a una serie de hechos sin explicar, aquel joven se convirtió en faraón, precisamente con el nombre Tutmosis IV.


La maldición contra Napoleón.

Hemos hablado de la maldición que desde siempre está relacionada con la Esfinge y que afecta a quien la ofende o viola su poder oculto. Y es sabido que los soldados de Bonaparte, durante la campaña de Egipto, bombardearon a cañonazos el rostro impenetrable del monumento.

Pronto ocurrieron los primeros desastres, que parecieron destruir para siempre todo el sueño de Bonaparte, que había ido para Egipto no sólo para combatir sobre el terreno inglés, sino también para llegar, siguiendo el itinerario de Alejandro el Grande, a las Indias, y arremeter en aquel preciso punto débil e insospechado, contra los odiados ingleses.


No fue sólo la derrota de la flota francesa en Abukir la que dio el golpe de gracia al ejército en Egipto. Nacieron disensiones internas, se produjeron rebeliones y actos de violencia inaudita. Mientras se afirma, por cierta tradición, que Bonaparte intentó, y tal vez consiguió, entrar en contacto con el célebre Viejo de la montaña, jefe de la secta de los Asesinos, la misma que mantenía relaciones con los Templarios. Así, bajo los efectos de especias desconocidas, secciones enteras se enzarzaron en masacres y violencias que exasperaron incluso a pueblos amigos. Una página de historia que siempre es olvidada, como una sombra molesta sobre el mito del gran corso.


La maldición de la Esfinge alcanzó, de todas formas, a Napoleón mucho más tarde, después del fausto del consulado, del imperio y de las grandes conquistas. Ya el nacimiento del rey de Roma, dado a luz por María Luisa de Absburgo, fue un presagio; según la maldición, nació el pequeño enfermo. Y su parábola fue una de las más tristes que se conocen, exactamente bajo el signo de la maldición de la Esfinge. Que afecto también a Napoleón I, después del desastre de Waterloo, cuando Bonaparte fue relegado por los ingleses a Santa Elena, de donde no volvería jamás. Muerte en exilió, y por consiguiente, en cautiverio.


La descendencia maldita

Para el rey de Roma la misma tragedia. Sobre este personaje circulan varias leyendas. Nacido con aquel título altisonante, fue proclamado emperador en 1815, pero para él fue siempre y solamente el exilio. Con el título de duque de Reischstadt, vivió con su abuelo, el emperador Franz Josef I, en Austria. En un ambiente frío, tuvo como único consuelo el afecto, se dice que hasta morboso, de la emperatriz madre, Sofía, la eterna enemiga de la emperatriz Isabel. Estuvo sobre el centro de intrigas y conspiraciones, sobre las cuales nunca se alzó completamente el velo. Murió en 1832, destruido por la enfermedad y la desesperación, también en el exilio, según la maldición de la Esfinge.


Para Napoleón III, hijo de Luis Bonaparte y Hortencia Beauharnais, la vida empezó y acabó bajo el mismo inquietante signo. Enfermo desde pequeño, sufrió toda la vida, tratando en vano de librarse del mal con estancias en termas y localidades salubres o en busca de medicamentos imposibles. En el exilio, como napoleónico pretendiente al trono, pareció que su destino terminara muy pronto trágicamente cuando en 1840 trató de hacerse proclamar emperador en Bolonia. Al frente de unos cuantos partidarios poco convencidos, penetró en territorio francés, se presentó en un cuartel gritando “Vive l' empereur”, vestido como su gran tío pensando que encontraría sentimentalismo en la guarnición.

Fue llevado a presidio y Luis Felipe lo hizo condenar a trabajos forzados. Merced a algunos cómplices logró huir, y su figura parecía destinada a desaparecer para siempre de la escena política. En su juventud, se había afiliado al carbonarismo y otras sociedades secretas iniciáticas y políticas; tuvo una vida aventurera, cuyo peso debía llevar también posteriormente.

Fue la revolución de 1848 la que lo condujo, increíblemente, a la presidencia de la República Francesa. Como es sabido, sólo tres años después, con un golpe de estado, se proclamó emperador de los franceses.


El hijo de Eugenia, el futuro Napoleón IV, nació gravemente enfermo. También sobre su persona se posó la huella de la maldición de la Esfinge. La emperatriz Eugenia, muy devota, ya desesperada de la posibilidad de salvar a su hijo, cuando una dama de la corte le llevó agua, para que la tomara el pequeño príncipe. Aquella agua fue suficiente para curarlo. Era agua de la fuente de Lourdes donde se había aparecido a Bernardette la virgen.

La emperatriz Eugenia tomó gran interés por el caso de Lourdes, supo de las persecuciones contra Bernardette, de las prohibiciones del emperador a los fieles para acceder a la cueva de los milagros, de las empalizadas que habían sido colocadas. El emperador destituyo a las autoridades hostiles a la aparición de Nuestra Señora de Lourdes, e hizo quitar las cercas. Y se debe al empeño de Eugenia, a sus suplicas al papa, que Pío IX tomara en consideración aquellos fenómenos; posteriormente estableció la Iglesia que se trataban apariciones de la Virgen.


Pero también el destino de Napoleón III había de ser la muerte en el exilio y cautiverio. Después de la batalla de Sedan quedó prisionero de los alemanes y, llevado a Inglaterra, convertido en fantasma de sí mismo, murió pobre en aquel país.


La ultima victima

Su hijo nunca llegó a ser Napoleón IV. Y muy pocos conocen su trágica historia, firmada también por la maldición de la Esfinge. En Inglaterra consiguió hacerse cadete de Su Majestad británica. Soñaba con cubrirse de gloria de alguna forma, con poder ser digno del nombre que llevaba. Cosa rara, justamente en aquella Inglaterra que había sido la gran enemiga y la vencedora de Napoleón I. Seguramente, el hijo de Luis Bonaparte esperaba para sus adentros obtener algún día el título de emperador. Políticamente, parecía imposible. Era necesaria la gloria conquistada personalmente, para entusiasmar quizá a los franceses y a los nostálgicos del imperio, pero sobre todo del bonapartismo.


Cuando estalló la tristemente famosa guerra de los Boers y el imperio británico, con la reprobación de todo el mundo civilizado, intervino, el joven Bonaparte creyó que aquella podía ser la ocasión para hallar la gloria en el campo de batalla.

Pidió poder participar en la guerra, en las filas del ejército inglés, en caballería. El hecho suscito gran revuelo y no pocas aprensiones. Un Bonaparte que combatía junto a los ingleses era un hecho inaudito, y si por casualidad hubiera sido muerto, ¿qué consecuencias se habrían producido, tanto en el plano diplomático como en relación opinión pública?

El gobierno inglés hizo todo lo posible para disuadir al joven, pero ante su insistencia tuvo que ceder. Lo envió a África, pero con órdenes concretas a los oficiales para no perderlo de vista, impedirle cualquier acción arriesgada y evitar a toda costa que sobrevinieran incidentes.

El joven Bonaparte partió lleno de entusiasmo. Y en África decidió en primer lugar visitar los lugares donde el gran Napoleón había combatido. Se trasladó también ante el monumento de la Esfinge. Y allí se le acercó un viejo árabe, que se inclinó ante él. Su familia, explicó, esperaba aquel día para entregar al heredero del gran Bonaparte algo que había conservado desde los tiempos de su desafortunada expedición. Y poco después, el árabe entregó al joven una silla de montar, la misma sobre la que había cabalgado, en Egipto, Napoleón I.

El joven quedó conmovido por la acción, colocó aquella silla sobre su caballo y juró no separase de ella.

Algún tiempo después, durante la guerra en la que se la había impedido tomar parte activa, el último de los Bonaparte se encontró aislado, con algunos compañeros, y rodeado de guerreros Boers. Generosamente se enfrentó a ellos, cubriendo la fuga a sus propios compañeros, quienes en efecto se salvaron.

Pero el joven no llegó ni a combatir. Su silla de montar se rompió cayó del caballo, se golpeo la cabeza en el suelo y murió. Lejos de su patria, según la profecía, y de forma dramática. La silla del gran Napoleón había sido conservada por uno de los guardianes de la Esfinge y entregada al que hubiera podido convertirse en Napoleón IV.

Y fue aquella misma silla silla lo que le mató. Con el fin del último de los napoleónicos, se extinguió la maldición de la madre del terror.

Texto por Pier Carpi, Revista Duda, #687, 29 de agosto de 1984. "¿Qué secreto encierra la calavera de cristal?"

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